El proyecto TAG sin multas no elimina el pago, elimina el abuso: lo transforma de sanción legal en deuda proporcional por servicio.
Columna de Opinión
«¿estaba el castigo realmente ajustado al daño?
La respuesta jurídica más honesta es no.»
Recuerdo un Año Nuevo, alrededor de 2022. Conducía mi motocicleta evitando usar el celular a la vista por temor a robos, así que había memorizado la ruta para no tomar autopistas. Por cortes de calles, me desvié sin darme cuenta y terminé entrando a una. Entre el tráfico de la Ruta 68 y la celebración en Valparaíso, olvidé pagar el TAG diario. Meses después, la multa que llegó no correspondía en absoluto al tamaño real de la falta.
Mi experiencia no es única. Desde hace más de una década, miles de personas han vivido la misma situación: en el ritmo acelerado de la vida diaria es fácil olvidar pagar el TAG diario, especialmente desde que se impuso la regla absurda de que solo puede pagarse 11 días después de usar la vía, ni antes ni el mismo día.
Durante años, circular sin TAG en autopistas concesionadas no se ha tratado como un error administrativo ni como una omisión contractual, sino como una infracción grave, sancionada con multas que pueden superar por decenas de veces el valor del peaje. El proyecto conocido como TAG sin multas viene a corregir esa arquitectura jurídica y, al hacerlo, plantea la verdadera pregunta:
¿estaba el castigo realmente ajustado al daño?
La respuesta jurídica más honesta es no. Y aquí entra en juego el principio de proporcionalidad, uno de los pilares del derecho moderno, que exige que toda sanción del Estado sea adecuada, necesaria y equilibrada en relación con la falta cometida.
Primero, la proporcionalidad exige idoneidad: la sanción debe servir para el fin que persigue. El objetivo legítimo del sistema es que el usuario pague el peaje por el uso de la vía. Sin embargo, una multa de alto monto no garantiza el pago del servicio, solo castiga después del hecho. No es un mecanismo eficiente de cobro, es una penalización posterior.
En segundo lugar, el principio exige necesidad: no debe existir una medida menos gravosa que alcance el mismo objetivo. Y aquí la desproporción se hace evidente. Para lograr que alguien pague un peaje impago, basta con generar una obligación de pago equivalente al servicio usado. No se requiere una sanción legal de carácter punitivo para cobrar una tarifa.
Finalmente, está la proporcionalidad en sentido estricto: el daño que causa la sanción no puede ser mayor que el mal que busca corregir. Multar con decenas de miles de pesos por una tarifa de bajo valor equivale a usar un martillo jurídico para corregir una desviación mínima. Eso no es justicia administrativa; es castigo excesivo.
Lo que hace el proyecto no es abolir el pago, como a veces se caricaturiza, sino reordenar jurídicamente el conflicto. El usuario ya no comete una infracción grave contra el legislador, sino que incurre en una deuda frente a una empresa privada por un servicio efectivamente utilizado.

Esto no es una rebaja moral. Es una corrección legal de categoría.
Antes:
El ciudadano era un infractor frente al Estado.
no másTAG:
El ciudadano pasa a ser un deudor frente a un proveedor de servicios.
Ese cambio no es menor. Supone abandonar la lógica punitiva del derecho administrativo sancionador y pasar a una lógica contractual y financiera. La falta deja de ser una ofensa a la ley y pasa a ser un incumplimiento de pago, como ocurre en cualquier otro servicio: agua, electricidad, internet, telefonía.
Y en esa lógica, el sistema se vuelve mucho más honesto.
Nadie discute que la autopista debe pagarse. Pero tampoco es legítimo que el Estado funcione como brazo penal de empresas privadas, aplicando sanciones de nivel legislativo por una relación económica que es, en esencia, contractual.
Aquí aparece un componente ético que suele esquivarse: ¿Puede el orden público convertirse en herramienta de recaudación coercitiva privada? El proyecto responde que no.
Si una concesionaria presta un servicio, debe cobrarlo como servicio. No como delito. Este cambio obliga a las empresas concesionadas a profesionalizar sus sistemas de cobro, perseguir deuda como cualquier otra empresa y abandonar la comodidad del castigo automático. Eso puede tener costos, sí. Pero también devuelve a la ley su lugar: no como mecanismo de presión financiera, sino como marco de justicia.
El proyecto, en este sentido, no erosiona el sistema. Lo civiliza. El énfasis ya no está en castigar, sino en cobrar correctamente. No en asustar, sino en ordenar. Y eso es exactamente lo que pide el principio de proporcionalidad:
Que la ley no sea un mazo, sino una balanza.
C.J. Cornejo.
Editor.


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